Hay una prevalente y arrogante noción de que los humanos están por fuera de la naturaleza: de que nuestros cuerpos tienden a la disfunción, sucumbiendo constantemente a la entropía; de que nuestros instintos son primitivos y bárbaros, y si nos guiáramos por ellos sufriríamos. Según este razonamiento, debemos recurrir a nuestro gran conocimiento médico para engañar a nuestros organismos hacia el bienestar mediante la corrección de desequilibrios con drogas y suplementos, y codificar su comportamiento a partir de reglas ideadas por nosotros mismos. En verdad, el funcionamiento de nuestro organismo ha sido perfeccionado por millones de años de evolución, incluyendo la capacidad de resistir el daño (curarse) de una agresión común. En la medida en que, como ahora, padezcamos enfermedades crónicas, esto podría reflejar una discordancia entre nuestro entorno moderno y nuestro entorno evolutivo. Un factor ambiental cuyo potencial para alterar nuestra salud física es particularmente alto, es la comida. Como tal, muchas de nuestras actuales afecciones podrían ser, en gran parte, el resultado de radicales divergencias de los alimentos con los que evolucionamos, además de una incesante exposición a alimentos inapropiados o incluso tóxicos.
Naturalmente antinatural
Un auto es un impresionante logro de la ingeniería. Si tienes uno sabrás que aunque sea nuevo, requiere un mantenimiento frecuente para funcionar apropiadamente. Las partes deben ser reemplazadas a medida que se deterioran con el uso. Se deben aplicar lubricantes, quitar residuos. Algunos damos pasos proactivos buscando extender la vida del “auto”, pero un auto no está literalmente vivo, por supuesto, aunque le hayas dado nombre de mascota y engatusado con encantamientos amorosos.
Si un auto estuviera vivo, se esperaría que tuviera la habilidad innata de mantenerse a sí mismo, siempre y cuando tuviera acceso a los materiales necesarios y la oportunidad para percibir y actuar según sus necesidades para conseguir estrés (¡necesitamos algo de estrés para funcionar y crecer!) o tiempo de recuperación. El auto-mantenimiento, la curación, es un proceso fundamental de los seres vivos. Eso no quiere decir que todo daño sea reversible. Obviamente algunas heridas no sanan, y el proceso del envejecimiento se entiende, a veces, como una acumulación de daños de los que finalmente no logramos recuperarnos. No obstante, los seres vivos se reparan a sí mismos regularmente. Los que no lo hacen bien, son evolutivamente superados por los que sí lo hacen.
Un error fundamental bastante común es tratar al cuerpo humano más como a un auto que como a un organismo con vida propia. Puede que esto venga de nuestra confusión general sobre el concepto de “natural”. El significado de la palabra “natural” es elusivo. Los humanos somos animales, por lo que todo lo que hacemos es, en cierto sentido, natural, por definición. Sin embargo, las cosas que más solemos ver como antinaturales son productos de la mente humana. En muchos casos, la distinción que estamos intentando hacer al usar la palabra natural es en contraste con “a propósito” o “diseñado”. Esta distinción entre diseño y naturaleza figura prominentemente en nuestro entendimiento de la adaptación evolutiva, ¡y no sólo en en el sentido de la compatibilidad o incompatibilidad con el creacionismo!
Normalmente, se considera a la forma y función de un organismo como dependientes de su hábitat natural, pero los humanos cambian su hábitat extraordinariamente, en formas sin precedentes; nuestros entornos son, en gran parte, productos de nuestros propios diseños. Esto nos posiciona en un lugar extraño y único, en un sentido evolutivo.
¿Qué selecciona la selección?
La selección natural juega un papel importante en la evolución. Este proceso tiende a moldear a una especie, mejorándola y mejorando su preparación para sobrevivir y reproducirse. Es, simplemente, consecuencia de los organismos que resultan ajustarse mejor, o estar más “en forma”, siendo más propensos a sobrevivir y transmitir sus genes. En algunos casos, estar más en forma significa realzar la supervivencia de sus descendientes, que también llevan sus genes [1]. Lo esperable mientras haya un aspecto ambiental relativamente estable y uniforme, como el clima, es que con el tiempo la especie se adapte más y más específicamente a ese aspecto. En otras palabras, se podría decir que ese aspecto del entorno premia la especialización. En cuanto a dieta, los koalas son reconocidos especialistas, ya que sólo pueden comer algunos tipos de hojas específicas, principalmente de eucalipto, que son altas en toxinas a las que se han adaptado para descomponer eficientemente.
Habiendo un aspecto ambiental más variable, como la estacionalidad, o siendo una especie que migra frecuentemente entre distintas regiones, suponemos que la especie se adaptará con mayor soltura. Los entornos variables premian la flexibilidad y las estrategias de generalización. Los mapaches son generalistas dietéticos canónicos, prosperando a través de dos continentes en distintos ecosistemas, desde boscosos climas norteños, hasta basureros urbanos o desiertos del suroeste.
A veces, los ambientes experimentan cambios significativos en períodos cortos. Esto puede resultar en animales antes óptimos para el ambiente anterior repentinamente dejando de estar adaptados. Si estos cambios son graduales, o si un cambio es abrupto pero luego se vuelve nuevamente estable, las especies tienen grandes chances de adaptarse. Cuanto más especializado está el animal respecto al entorno original, más frágil será frente a cambios abruptos y continuos.
Con tal de entender qué tipo de cosas pueden romperse (o adaptarse) cuando un entorno cambia, puede resultar útil pensar en los seres vivos teniendo estas funciones generales. Primero debe haber algún tipo de capacidad para detectar los límites entre lo propio y lo ajeno. Como lo plantea el filósofo biológico Daniel Dennett, “si buscas preservarte, no querrás malgastar esfuerzos intentando preservar el mundo entero: tú marcas la línea.”[2]
Segundo, percibimos y actuamos. Básicamente, esto quiere decir que somos capaces de distinguir categorías de cosas en el entorno con tal de acercarnos o alejarnos de ellas. Por ejemplo, un reptil de sangre fría se mueve hacia el calor del sol. Nuestros sentidos también pueden ser usados para informar de procesos contextuales. Por ejemplo, en los humanos, el desvanecimiento de la luz al anochecer induce la producción de melatonina, una hormona que ayuda a orquestar los procesos reparadores del sueño durante la noche.
Tercero, comemos y excretamos. Es decir, tomamos cosas del exterior, las transformamos para nuestro propio uso, y devolvemos lo que no usamos ni queremos. Esto, por supuesto, depende de la percepción y el movimiento. Cada especie está configurada para distinguir lo que necesita o puede usar. Algunas plantas abren sus hojas y las orientan hacia el sol. Muchos animales tienen un exquisito sentido del olfato que los guía hacia el alimento. Muchos de nosotros tenemos receptores gustativos en la lengua que nos indican lo que debemos consumir con entusiasmo y lo que debemos escupir.
Finalmente, crecemos o nos mantenemos, y aunque puede que no nos reproduzcamos individualmente, venimos del linaje ininterrumpido de aquellos que sí lo hicieron. El crecimiento es determinado por un código genético y una cascada de señales, pero también depende de la alimentación. Las particularidades del ímpetu por crecer afectan lo que buscamos como alimento, y eso puede cambiar en las distintas etapas de la vida o a través de las estaciones. Pero la calidad de la comida que encontramos también puede influenciar nuestra “decisión” psicológica de si es o no un buen momento para crecer. Por ejemplo, algunos animales, tales como el nematodo C. elegans, pueden ponerse a sí mismos bajo un tipo de hibernación llamada arresto dauer, si perciben una escasez alimenticia en el entorno. En este estado, envejecen bastante más lentamente. Si, por otro lado, perciben abundancia, buscarán reproducirse. Esta capacidad para cambiar de estado dependiendo de las recepciones sensoriales les permite sobrevivir a las hambrunas. Nosotros también tenemos distintos estados metabólicos que son activados dependiendo de lo que nuestros cuerpos perciben de nuestra comida.
Estos procesos no se deben a decisiones conscientes, sino que son simplemente una serie de caminos biológicos desencadenados por el entorno. Así pues, son respuestas fisiológicas de nuestros cuerpos hechas por “naturaleza”. Que un organismo haga algo por naturaleza, quiere decir que esas respuestas fueron seleccionadas a favor, o al menos no seleccionadas en contra. Por lo que fueron probablemente adaptativas en nuestro entorno evolutivo [3]. Por consiguiente, son precisamente estas respuestas las que pueden volverse inadaptadas si el ambiente cambia. Entonces, por ejemplo, la adaptación dauer del C. elegans funciona de maravilla cuando el entorno pasa de la abundancia a la escasez y luego vuelve a la regularidad. Sin embargo, uno podría imaginar un nuevo entorno permanentemente menos abundante. Ahora el nematodo que hiberna con facilidad sería superado por uno “dispuesto” a reproducirse bajo peores condiciones, mientras el primero espera un festín que nunca llega. Similarmente, si encontramos nuevas formas de alimentos que coinciden imperfectamente con nuestra capacidad para percibir las propiedades de la comida, y envían señales y obtienen respuestas basadas en suposiciones biológicas que “aprendimos” como especie previamente, entonces ingerirlos podría generar efectos inesperados sobre nuestra fisiología.
Suposiciones biológicas
Estas “suposiciones” sobre cómo es el entorno, hacen que los resultados de las inesperadas introducciones externas sean impredecibles. Es un poco como usar una receta familiar vieja, pero sustituyendo algunos de sus ingredientes. Puede que funcione, pero puede que no. Por ejemplo, hay quienes usan semillas de lino molidas, puré de manzana o yogur para reemplazar las claras de huevo en las recetas horneadas, con éxito variable. No obstante, esto sería desastroso para una receta de merengue. Esos ingredientes podrían proporcionar algunas propiedades útiles para una torta, pero no tienen la estructura química necesaria para el merengue.
Quizá una analogía aún más apropiada venga de la programación informática. Cuando ingresas información en un formato electrónico, en Internet, por ejemplo, se espera que el programa tome la información que ingresaste y haga algo con ella, como hacer un cálculo, o guardarla en la base de datos. Sólo funcionará con el tipo de información correcta. Si ingresas tu nombre en el campo de “tasa de interés” de una calculadora hipotecaria, el cálculo no podrá proceder de ninguna manera sensata. Usualmente, la computadora sólo se detendrá y te dirá que hay un error en el ingreso. Eso es porque el programador que hizo la calculadora pensó en el formato en el que tendrían que estar los datos, e hizo que el programa verificara que estuvieran en el formato correcto antes de continuar. Pero hay ciertos tipos de datos que son “casi” correctos, y pasan desapercibidos. Por ejemplo, quizá el programador se olvidó de revisar los números negativos, asumiendo que eso nunca pasaría.
Cuando sale mal, las suposiciones que hace la computadora sobre las introducciones pueden llevar a un tipo de vulnerabilidad en la seguridad llamada “inyección de código”. Funciona más o menos así: imagina que Alicia firmó un contrato genérico, dándole permiso a alguien para depositar fondos en su cuenta. Sólo se necesita que el posible donante escriba su nombre. El contrato que firmó ella dice “por la presente autorizo a _______ a depositar efectivo en mi cuenta. Firmado, Alicia”. Si fueras malicioso, podrías llenar el espacio con las palabras “Bob a retirar $10.000 o”, de manera que ahora el contrato se leería “por la presente autorizo a Bob a retirar $10.000 o a depositar efectivo en mi cuenta.” Alicia esperaba que sólo escribieras un nombre, ¡pero escribiste un nombre con instrucciones adicionales!
Cuando una computadora tiene una vulnerabilidad de “inyección de código”, los hackers pueden comprometer al sistema ingresando datos inesperados a un programa que los interpreta involuntariamente como instrucciones, ¡no sólo datos! Si los datos ingresados están en el formato previsto por el programador, no hay problema, pero si están en el formato equivocado, le permite al hacker cambiar lo que hace la computadora, con resultados potencialmente catastróficos. Como normalmente la vulnerabilidad no se activa, puede existir por mucho tiempo antes de generar un problema.
Los programadores modernos suelen ser cuidadosos al diseñar sus programas para evitar este tipo de vulnerabilidades, corroborando todos los datos entrantes y aceptando sólo si se ajustan a ciertos parámetros. ¡Pero la evolución no es diseño! Los organismos no tienen razón o siquiera mecanismo para construir adaptaciones a ingresos de datos nunca vistos. La fisiología no piensa anticipando cambios ambientales. No piensa en absoluto. Normalmente, los organismos sólo responden a la información que encuentran realmente, y sobreviven a ella mejor o peor. La selección natural no proporciona medios de optimización en caso de un hipotético futuro ambiente. Si el “ingreso” que recibe un animal es, de alguna manera significativa, distinto de lo que “esperaba”, los resultados serán impredecibles.
El modelo medicalizado de la salud
A partir de estos principios revolucionarios, parecería razonable asumir como punto de partida que para llegar a una determinada respuesta corporal ahora normal para una especie, esa respuesta haya sido probablemente adaptativa, o al menos no perjudicial en el entorno en que se desarrolló. Aun así, gran parte de la sabiduría convencional y la medicina moderna parecen girar en torno al supuesto de que el cuerpo humano es aleatorio y desregulado.
Por ejemplo, es posible que hayas escuchado afirmaciones como “deberías tomar agua antes de que te dé sed, porque para cuando sientes la sed, ya estás deshidratado”. Pero piénsalo. ¿De qué manera podría haberse desarrollado una situación así? Imagínate una criatura que no sintiera sed hasta que la falta de agua fuera perjudicial para su funcionamiento. Parecería que una incapacidad para detectar con precisión algo tan básico como la necesidad de agua sería seleccionado en contra. Sugerir que esperar a que te dé sed antes de tomar agua es malo para tu salud, debería al menos acompañarse de una explicación sobre cómo podría haber sobrevivido ese rasgo. De igual modo, cualquier teoría sobre la obesidad que sugiera que nuestra hambre no es de fiar a la hora de decirnos cuándo parar de comer, parecería al menos sospechosa.
Curiosamente, existe un argumento de discordancia evolutiva que sostiene que nuestros apetitos no están bien regulados, y que esta desregulación fue de hecho seleccionada. La hipótesis original fue de James Neel en 1962 [4]. Muchos otros han reiterado versiones de la misma desde entonces, pero el argumento básico, el cual probablemente habrás escuchado, sigue siendo algo así: en nuestro pasado evolutivo, éramos a menudo sujetos a hambrunas. Por consiguiente, era ventajoso engordar con facilidad, porque aquellos que fueran más gordos serían más propensos a sobrevivir a esas hambrunas. Entonces nuestros apetitos han sido manipulados para pedirnos más comida de la que necesitamos. Sin embargo, ya no está el entorno que solía darnos hambrunas con regularidad. Por lo que nuestra actual epidemia de obesidad deriva de la implacable facilidad de acceso a la comida.
No obstante, se han identificado varios problemas con esta hipótesis [5]. Por ejemplo, la mayoría de los que mueren durante las hambrunas, o están fuera de la edad reproductiva, por lo que no pueden pasar sus genes, o son niños. ¡Y hasta hace muy poco, no había niños obesos a los que seleccionar! Además, lo que genera muertes en las hambrunas es típicamente la enfermedad, no la inanición, por lo que puede que ser gordo ni siquiera sea de ayuda. Las tasas de fertilidad, que están relacionadas más directamente con la selección natural, son probablemente perjudicadas igualmente en obesos y delgados, ya que las señales de fertilidad se basan en los niveles de energía entrante, no sólo en niveles de grasa corporal.
Aún quizá más importante, en los humanos, al igual que en otros animales, la disminución de nacimientos vista cuando la comida es escasa es compensada por baby booms cuando vuelve la comida, y no hay razón para creer que los booms favorecen a los gordos. Como vemos típicamente en otros animales, cuando hay más comida, los individuos en lugar de comer más, se reproducen más.
La evidencia más destructora contra la hipótesis podría ser que hace sólo unos pocos cientos de años, no había ni remotamente la tasa de obesidad que tenemos ahora, a pesar de que había largos períodos entre hambrunas, con tiempo de sobra para que las personas con los presuntos genes engordantes engordaran. Para mí es mucho más plausible que haya algo en la calidad de la comida moderna que perturba nuestra regulación del hambre, a que en primer lugar nuestros sistemas del apetito nunca hayan funcionado bien y resulte que ahora es la primera vez que se los pone a prueba.
En extremos más alejados, tenemos teorías prevalentes sobre enfermedades crónicas que esencialmente declaran que nuestros sistemas regulatorios, se rompen por accidentes genéticos aleatorios. La ola de depresión y desórdenes emocionales se debe a que las personas están naciendo con una discapacidad genética para mantener el balance en sus neurotransmisores. Nuestros sistemas inmunológicos son aleatoriamente hiperactivos y por consiguiente se vuelven contra nosotros, creando una nueva prevalencia de enfermedades autoinmunes. El colesterol, una sustancia ubicua y completamente esencial, está repentinamente “tapando” nuestras arterias simplemente porque hay demasiado. Ninguna de estas ideas tiene demasiado sentido en un modelo del cuerpo humano que asume que evolucionó para autorregularse. Todas nos conciben como máquinas desafinadas a las que corregir. En otras palabras, se asume que tenemos errores de fábrica.
Solemos menospreciar que comer es interactuar con los seres vivos en nuestro entorno. Pasamos comida a través de nuestros cuerpos día tras día, múltiples veces. Poner sustancias biológicas en nuestras bocas y tragarlas invita a íntimas interacciones químicas. Comer algo es un coito gastrointestinal sin protección, y la promiscuidad puede tener consecuencias no deseables.
Mucha de la comida que comemos actualmente difiere de la comida a la que estamos adaptados para ingerir en varios sentidos. Algunos de estos sentidos pueden no tener importancia, pero otros pueden ser extremadamente importantes. Pasar por alto o minimizar estas diferencias al considerar las afecciones sistemáticas parecería miope.
Varias de las ideas en este libro, están influenciadas por la noción de que las enfermedades modernas vienen en gran parte por alguna forma de “discordancia evolutiva”. Esto se debe a que en la mayoría de los casos, no es que seamos tan defectuosos, sino que estamos mal adaptados. Ojalá podamos usar este paradigma para ayudar a revertir problemas comunes.
¡Un tratamiento efectivo no implica que su falta sea la causa!
Aunque crea que la discordancia evolutiva sea un factor fundamental en la enfermedad moderna, no creo que porque una dieta (u otro tratamiento) resuelva una condición deba ser, por tanto, tenida como nuestra “verdadera” dieta, y que por consiguiente cualquier desvío de la misma cause enfermedad, o limite el potencial de nuestra salud. A pesar de que eliminar los vegetales de la dieta aparente ser terapéutico para algunas condiciones, esto no es prueba de que los humanos estén pobremente adaptados a comerlos, al igual que la sífilis no revela un requerimiento evolutivo para la penicilina. En efecto, debemos ser cuidadosos con los argumentos evolutivos, particularmente cuando no son verificables, para evitar que se vuelvan “Sólo Historias” [6] distorsionando nuestro juicio con una falsa sensación de confianza. No es sólo que las historias evolutivas plausibles sean demasiado fáciles de inventar, sino que no toda evolución procede por selección natural.
Si el objetivo de este libro fuera intentar convencerte de no comer plantas basándose principalmente en una historia acerca de la relativa falta de prominencia vegetal como alimento en la evolución humana, sería no sólo un argumento endeble, sino un motivo cuestionable. Más bien, lo que me gustaría transmitir es que las ideas de moda sobre la importancia de las plantas en la dieta son sumamente exageradas, y que muchas de las variedades y formas más comunes de alimentos vegetales que comemos actualmente no son parte de nuestra herencia. Podrían estar contribuyendo a las epidemias de enfermedades. Aún cuando no causan enfermedades en sí, su eliminación podría ayudar al cuerpo a sanar.
Hay muchos buenos motivos por los que esperar que una dieta alta en carne y baja en plantas sea saludable para los humanos, incluyendo razones evolutivas que describiré en detalle. Sin embargo, los humanos son más como el flexible, generalista mapache que como el koala. Como cubriré en los siguientes capítulos, hay un sentido importante en el que los humanos deberían ser vistos como omnívoros. No obstante, nuestra capacidad para prosperar sin plantas -la definición de “carnívoro facultativo”- hace que sea una opción de tratamiento viable sin desventajas importantes, características de las actuales alternativas. Las desventajas suelen incluir críticamente una falta de eficacia. La verdadera eficacia de la anulación de las plantas queda por ver.
Muchas enfermedades no infecciosas aparentar estar en aumento, incluyendo aquellas relacionadas a la resistencia a la insulina tales como la diabetes y las enfermedades cardíacas, las condiciones autoinmunes, y los desórdenes emocionales. ¿Y si la fuente de estos males no fueran desvíos genéticos aleatorios generando errores aleatorios, sino daños que están ocurriendo a partir de intentos prolongados por lidiar con comida que nuestros sistemas perciben como extrañas? Además, tales daños podrían hacernos vulnerables a los insultos más pequeños de comidas que no serían reto alguno para alguien saludable. En otras palabras, podríamos volvernos intolerantes a alimentos que deberíamos poder tolerar. Quizá parte de la respuesta al por qué una dieta sin plantas ha resultado útil para tantos, es que alivia el estrés de los ingresos inesperados, permitiendo al proceso de recuperación completarse, y a los componentes crónicamente activos del sistema inmunológico, tales como la inflamación, a retirarse.
Traducido del inglés por Martina Carradori
Notas
[1] Hago esta distinción, porque hay quienes insisten en que a la evolución no le importa la salud o estado físico de un organismo luego de que se reproduce. Esto parece equivocado. Por un lado, tu cuerpo no necesariamente sabe si te has reproducido o no. Me parece que en los hombres, habría ventajas al mantenerse en forma y continuar reproduciéndose el mayor tiempo posible. En mujeres, el mero hecho de que perdamos la capacidad para reproducirnos a una edad tan anterior a la muerte, sugiere que podría haber una ventaja en asignarle recursos a la descendencia ya viva. Esta es una generalización de la “hipótesis de la abuela”. La hipótesis de la abuela viene de la observación de que si inviertes recursos en auxiliar la supervivencia de la descendencia de tu descendencia, esto confiere una ventaja selectiva poderosa a tus genes.
[2] Dennett, D C. 1991 Consciousness Explained. Boston: Little, Brown.
[3] En aras de la simplicidad, estoy ignorando la posibilidad de una mutación genética que afecta múltiples características, algunas de las cuales son adaptativas, y otras que son neutrales, o al menos no tan perjudiciales como las adaptativas. Además, algunas características son simplemente un resultado de una desviación genética, o restricciones independientes del entorno. Es importante tener esto en mente.
[4] Neel JV (1962) Diabetes mellitus: A “thrifty” genotype rendered detrimental by “progress”? Am J Hum Genet 14:353-2
[5] Speakman, J R. “Thrifty Genes for Obesity, an Attractive but Flawed Idea, and an Alternative Perspective: The ‘Drifty Gene’ Hypothesis.” International Journal of Obesity 32, no. 11 (Noviembre 2008): 1611–17.
[6] Gould, S J, y R C Lewontin. “The Spandrels of San Marco and the Panglossian Paradigm: A Critique of the Adaptationist Programme.” Proceedings of the Royal Society of London. Series B. Biological Sciences 205, no. 1161 ( 21 de Septiembre de 1979): 581–98.