Capítulo 1: Mi Dieta Balanceada

A pesar de haber sido criada como vegetariana, ahora como una cantidad insignificante de plantas; mi dieta consiste esencialmente en alimentos de origen animal. Sin embargo, considero que mi dieta es exquisitamente balanceada en nutrientes, y me siento más saludable ahora, en mis cuarentas, que como jamás llegué a sentirme en mis veintes. En esta sección describo mi batalla contra el sobrepeso y el trastorno bipolar, y cómo encontré accidentalmente una solución sorprendente.

Recientemente me mudé y quise ponerme en manos de un nuevo doctor, en caso de que llegase a precisar uno. En el formulario de registro, había una sección en la que preguntaba sobre mi dieta que me resultó molesta, porque la primera opción, “bien balanceada”, estaba fuertemente cargada. Antes de balancear una dieta, debes tener alguna idea establecida sobre qué debe componerla y en qué cantidades. Tener una dieta balanceada es comer suficiente de lo que necesitas, y no demasiado de lo que puede dañarte. Sabía que si marcaba esa opción, estaría implícitamente concordando con una noción de lo que los humanos necesitaban comer para ser saludables con la que no estaba de acuerdo. Pero no marcarla significaría admitir que mi dieta estaba fuera de balance, con lo que también estaba en desacuerdo. Estaba atrapada de la misma manera en que un hombre se ve atrapado cuando se le pregunta si ha dejado de golpear a su esposa. Sí y no son igualmente incriminatorios. Mi nueva doctora, nada suspicaz, y adecuadamente preocupada por mi precisión lingüística, intentó corregirme. Ah, ¿eres carnívora? Omnívora, dijo, suavemente. Mi hijo dice: “Mami, como carne Y plantas. ¡Soy omnívoro!”. Pestañeé, inhalé profundamente y dije, “Bueno, en realidad…”

Verás, no como plantas. Sí, hay algunos ítems de origen vegetal que pasan por mis labios de vez en cuando. Tomo café a diario, y ese es definitivamente un extracto vegetal. De vez en cuando como alguna especia si voy a un restaurante, o me invitan a la casa de otra persona. Incluso se sabe que he llegado a comer algo de rábano rallado servido con sashimi, algún pepinillo, o un cuadrado de chocolate amargo. Estos últimos son gustos excepcionales; los consumo quizá un par de veces al año. El punto es que las plantas constituyen una minúscula, insignificante porción de mi dieta.

Mi dieta “balanceada” es una dieta esencialmente integrada por carne. Siendo más técnica, debería decir “alimentos de origen animal”, puesto que hay a quienes les chirría eso. Me nutro libremente de la grasa y carne de variados animales. Como animales rumiantes, tales como vaca, cordero, cabra (si tengo suerte). Como cerdo, aves de corral y huevos. Como pescado y mariscos, y a veces lácteos. Esto me da todo lo que necesito para ser saludable. Uso la palabra balanceada a la ligera, porque realmente no estoy apuntando a un porcentaje específico u objetivo cuantitativo. Disfruto del placer de la variedad, pero no la considero importante en este contexto.

Como veremos más adelante, la idea de que una dieta debe ser balanceada viene de una inquietud equívoca transferida desde las dietas de base vegetal, que son esencialmente complicadas. Las plantas en sí no proporcionan una adecuada cobertura nutricional para las necesidades humanas, por lo que deben ser meticulosamente combinadas con tal de evitar la malnutrición. Una dieta basada en carne difiere completamente. La mayoría de las fuentes de carne son individual y nutricionalmente completas, y es difícil crear deficiencias o desbalances sin grados de exclusión radicales.

Sin embargo, puede que mi dieta te parezca una exclusión radical, a pesar de la variedad de comidas de la que disfruto. Esto es resultado de la enculturación. Consideramos a las grandes desviaciones normativas de nuestro entorno como “extremos”. No me resulta extraño que se me considere extraña, y tener que rebuscarme para poder comer a mi manera en situaciones sociales. La pregunta que surge, entonces, es ¿por qué? ¿Por qué evitaría comida considerada saludable por el resto de mi cultura? ¿Por qué apañarme para comer tan anormalmente?

He aquí motivos propuestos que no responden a la pregunta. No soy simplemente una extremista eligiendo una manera de expresar extremismo. Ni me mueven fundamentos puritanos o ascéticos. ¡En todo caso, me inclino hacia el hedonismo! Cualquiera que me conozca mínimamente pensará que esa noción es ridícula. No he caído en el todo o nada, o en la idea errónea de que si reducir los carbohidratos es beneficioso, eliminarlos totalmente es mejor. Ni siquiera es porque no me gusten las verduras. Por el contrario, me criaron como vegetariana, y siempre amé los vegetales y la comida vegetariana. De hecho, en algún punto me sentí orgullosa de mis habilidades culinarias vegetarianas. La razón por la cual no como plantas es pragmática. Paré de comer plantas con la esperanza de perder peso, y sigo evitándolas diez años después por la estabilidad emocional. Desde que dejé de comer plantas, el desorden emocional que había sufrido a lo largo de mi adultez remitió.

Recapitulemos. Como mencioné arriba, fui criada como (lacto-ovo-y-ocasionalmente-pesca-) vegetariana. Mis padres fueron minuciosos. Casi todo lo que comía era casero. Comíamos granos integrales, legumbres remojadas en casa, y una amplia variedad de otras plantas, con la mayor cantidad de fibra intacta posible: jugos con pulpa, verduras con tallos, todo con cáscara. Me enseñaron la importancia de construir proteínas completas. Había libros en nuestras estanterías acerca de nutrición vegetariana. Comer carne no me estaba prohibido, y lo hacía fuera de casa cuando visitaba a mis abuelos, como invitada, y ocasionalmente en restaurantes, pero la carne contribuyó mínimamente a mi dieta en su conjunto.

De niña fui rellenita, en especial entre estirones, pero no de manera extraordinaria. Pero cuando entré a la universidad en el año 1992, y súbitamente tuve acceso a cuanta comida quisiese comer, empecé a ganar peso rápidamente. Subí más de 15Kg en mi primer año, lo que me resultó angustiante y vergonzoso. Sin embargo, intuí que obviamente la solución era hacer ejercicio y volver a una dieta vegetariana “saludable”. Para mi sorpresa, estos cambios no me hicieron perder peso, aunque puede que hayan enlentecido el aumento. Redoblé mis esfuerzos entrenando una hora al día, agregando ejercicios con peso liviano además del cardio que ya estaba haciendo. Eventualmente decidí dejar todos los alimentos de origen animal para dar lugar a una dieta vegana. Nada de eso funcionó.

En 1997 fui a San Petersburgo, Rusia, por un semestre, intentando obtener un título en ruso. Me fue muy difícil mantener mi dieta vegana en el extranjero, y en cierto punto cercano a mi regreso, decidí que por el resto del semestre comería junto a mis anfitriones, y ya en casa volvería a mi dieta vegana. Sin embargo, cuando volví a casa, caí en la cuenta de que de hecho, había perdido peso durante mi viaje. A pesar de que pudo haber varias explicaciones concordantes con mi creencia de que la dieta vegana era la más saludable, algo de esta situación me hizo dar un paso atrás y reflexionar. Había oído de las dietas bajas en carbohidratos, y decidí investigar más acerca de esa forma de pensar. Casualmente, Michael y Mary Dan Eades habían recientemente publicado su clásico El poder de las proteínas. Para mí, ese libro todavía sobresale por su excelencia. Pese a que desde entonces se han publicado múltiples libros acerca de las dietas bajas en carbohidratos, incorporando estudios no disponibles en aquel entonces, sigue siendo el que más recomiendo sobre el tema. El poder de las proteínas tenía ciencia, de arqueología a biología, además de experiencia clínica. Quedé estupefacta por lo que estaba leyendo, porque contradecía todo lo que había oído sobre nutrición hasta entonces, pero igual logró ser convincente. Insatisfecha con asumir nada de eso por mera autoridad, fui a la biblioteca médica local, encontré los documentos que citaron y los leí yo misma. Esto era ciencia legítima, y me dio esperanzas. Implementando lo que leí en el libro, rápidamente perdí el peso sobrante que había estado arrastrando desde mis años de estudiante, y pasé a verme y sentirme mejor que nunca en mi vida.

Me mantuve en esta dieta baja en carbohidratos por más de una década, y seguí leyendo nuevos estudios con ávido interés, pero no todo funcionó como esperaba. Por un lado, me resultó bastante difícil comer pocos carbohidratos durante mis embarazos. No es que me preocupara la seguridad de hacerlo, sino que tenía complicaciones fisiológicas. Continúo un desafortunado linaje de mujeres con hiperemesis gravídica. Es una rara condición hereditaria en la que el embarazo es acompañado por náuseas extremas. En muchos casos, incluido el de mi propia madre, requiere hospitalización por la deshidratación generada por los vómitos constantes. Por algún motivo, mi caso fue menos severo que el de la mayoría de las de mi familia, pero aun así estaba siendo firmemente asediada por las náuseas que me impedían comer cualquier cosa que no fuera blanda y alta en carbohidratos. Contrario a la mayoría de los casos, no vomitaba con frecuencia, sino que sentía la constante necesidad de comer para apaciguar mis ganas de vomitar. Además, aumentaron mis antojos de carbohidratos. En retrospectiva, me doy cuenta de que esto corresponde al impulso hormonal engordante que ocurre, especialmente, al principio del embarazo por razones obvias. En el primer trimestre, la producción y sensibilidad a la insulina aumentan con este propósito. Luego de cierto punto, estaba totalmente descarrilada, y los carbohidratos incentivaban sus propios antojos. Como consecuencia de todo esto, gané muchísimo peso durante mis dos primeros embarazos, y extrañamente, cuando volví, posparto, a mi usual dieta baja en carbohidratos, perdí algo, pero no todo el sobrepeso.

De hecho, parecía estar lentamente ganando más peso. Fuera un cambio hormonal derivado de los embarazos, la triste realidad del envejecimiento, o un resultado de los medicamentos antidepresivos que estaba tomando (¿mencioné que luché contra la depresión?), algo estaba impidiendo que la dieta que me había servido tanto previamente, me ayudara a mantener mi peso saludable ideal.

Odié esto por varias razones. Pero seguí comiendo pocos carbohidratos, porque era la mejor solución que había encontrado hasta entonces. Y cada vez que me desviaba, ganaba peso a ritmos alarmantes. De todos modos, estaba siempre buscando una respuesta. Mi alacena estaba llena de los costosos restos de mis experimentos fallidos: quizá es una deficiencia vitamínica o mineral, quizá necesito carnitina, quizá necesito limpiar mi hígado. Al terminar el 2008 pesaba casi 100Kg. Evitaba la balanza, así que no estoy segura de cuál fue el máximo, pero fue seguramente mayor a 96. Me sentía abatida, desanimada, y dispuesta a intentar cualquier cosa. Justo en la víspera de año nuevo, encontré un foro en Internet llamado Zeroing in on Health (“Reseteando la salud”) donde la gente discutía sus resultados pasando de una dieta baja en carbohidratos y alta en productos de origen vegetal, a una dieta baja en carbohidratos sin vegetales. El énfasis estaba en la salud hasta en el nombre del foro, porque la pérdida de peso era a menudo eclipsada en importancia para varias personas que estaban experimentando emocionantes, inesperadas, y usualmente dramáticas mejorías en su salud, en cosas como el ánimo, el asma, la artritis, los problemas digestivos y la fertilidad. Llamaban a este enfoque alimenticio “cero-carbos” o CC, y muchos todavía lo llaman así por motivos históricos. No lo llamo así, porque no tiene nada que ver con la cantidad de carbohidratos, y eso parece generar infinitas confusiones. El número tan bajo de carbohidratos es simplemente un efecto secundario del no comer plantas. Hay, de hecho, algunos gramos de carbohidratos en el hígado, en los huevos, los mariscos, y la crema, por ejemplo. (Aunque la mayoría también estaba evitando la leche por los carbohidratos, pero eso es otro asunto). Por otro lado, los aceites vegetales no tienen carbohidratos, y las personas haciendo esta dieta no los consumen. Por esta razón, yo, y unos cuantos más, llevamos tiempo llamándola simplemente una dieta carnívora.

Por desesperada vanidad, decidí darle una oportunidad. Mi plan consistía en el extremismo temporal. Intentaría esta dieta por exactamente tres semanas, idealmente perdiendo una cantidad considerable de kilogramos, y luego me tomaría un descanso para replantearme mi dieta. La planeé como para terminarla exactamente en mi cumpleaños número 36, y romperla con una merecida porción de torta (baja en carbohidratos). Y funcionó. Funcionó de maravilla. Inmediatamente empecé a bajar de peso rápida y fácilmente. ¡En los primeros días era medio kilogramo cada uno o dos días! No obstante, había algo más, enteramente inesperado, que cambió mi vida para siempre.

¿Recuerdas lo que mencioné de mi depresión? No sólo mi peso estaba sostenidamente saliéndose de control. Mi primer episodio depresivo llegó ese mismo primer trimestre junto a mi aumento de peso. Fui diagnosticada con trastorno depresivo mayor, y me recetaron antidepresivos. Con el correr de los años mi depresión había empeorado. No sólo siguió volviendo, y afectándome por largos períodos, sino que además las cosas empezaron a cambiar. Tuve un par de episodios de lo llamado hipomanía [1]. La hipomanía se caracteriza por emoción,  confianza, interacciones alegres y extrovertidas, mayor libido, y explosiones de creatividad. En realidad, la hipomanía es bastante buena, ¡en especial al lado de la depresión! Creo que el Santo Grial de cualquiera con trastorno bipolar es mantenerse en ese estado perpetuamente, porque se siente maravilloso. El problema con esto que tiene el trastorno bipolar estándar, es que consecutivamente a este estado temporal hay una pérdida de contacto con la realidad. La confianza se vuelve grandeza. La creatividad se vuelve un plan maestro por el cual se está dispuesto a gastar dinero que no se tiene y a quemar puentes, porque este plan tan brillante vale el sacrificio. Generalmente termina en un hospital con un accidente de tránsito por el camino.

Para mi suerte, en cierto modo [2], no tuve ese tipo de bipolaridad, o al menos no llegué hasta ese punto. En mi caso, estas hipomanías fueron raras y cortas, y siempre las precedió una larga desesperación y depresión con tendencias suicidas. Con el tiempo, los ciclos se volvieron más rápidos y las hipomanías se transformaron en algo bastante menos divertido: los denominados estados mixtos, incluyendo irritabilidad, agitación, e incluso ansiedad, cosas que nunca había experimentado antes (era tan despreocupada que cuando era adolescente, un monje budista con el que estaba hablando en las calles de Montreal, me dijo que era de las personas más suaves con las que se había cruzado). Me re-diagnosticaron, pasé de tener trastorno depresivo mayor resistente al tratamiento, a tener trastorno bipolar tipo II, es decir, bipolaridad sin psicosis o manía. Créanme, fue un premio piquero.

En principio me alegré del diagnóstico. Aunque “bipolar” sonaba serio y aterrador, renovó mi optimismo hacia mi pronóstico. Quizá la razón por la que ni un año de terapia y medicamentos había ayudado, era que estábamos tratando la afección equivocada. Me pareció que esto abriría un mundo de posibilidades, de nuevos tipos de drogas para probar, y tal vez funcionarían mejor, y mi vida mejoraría.

En aquel entonces todavía creía en el modelo de “enfermedades-mentales-como-desbalances-cerebrales”. En retrospectiva, no tiene ningún sentido. Decir que una persona tiene depresión porque tiene un desbalance químico en el cerebro, es absolutamente digno de cuestionar. ¡No agrega nada a la explicación! Es como decir que tu nariz está tapada porque hay flema dentro de ella, un desbalance en el humor corporal. ¡Por supuesto que la depresión se ve reflejada en el perfil bioquímico del cerebro! Estar en desacuerdo sería evidenciar un ingenuo dualismo entre mente y cerebro. Pero volviendo al punto, corregir un desequilibrio con drogas sin abordar la causa del desequilibrio es pedir problemas. Si ves que el cuerpo está bioquímicamente creando cierto perfil de biomarcadores característicos, como niveles altos de azúcar en sangre, o niveles bajos de serotonina en la sinapsis, y luego interfieres desde fuera introduciendo insulina en un caso, o inhibiendo la recaptación en el segundo, el cuerpo simplemente luchará para ajustarse. Este es el principal problema de la medicina clínica hoy en día.

En mi caso, los medicamentos para la bipolaridad fueron peores que la enfermedad. Ninguno ayudó y todos vinieron con efectos secundarios. La lamotrigina me daba una sensación bizarra y desconcertante a la que se refiere cariñosamente en Internet como zaps cerebrales. Otra, no recuerdo cuál, me generó serios problemas para recordar palabras. Creí que estaba perdiendo la cabeza, mi capacidad cognitiva. Fue espantoso. La quetiapina me transformó en zombi; cuando no estaba durmiendo, bien podría haberlo estado. Era tal la intensidad de la ansiedad que me generaba el aripiprazol, que creía que yo o uno de mis hijos estaba constantemente al borde de la muerte. Era una pesadilla.

Luego de unas dos semanas en la dieta carnívora, me percaté de que me había estado sintiendo genial; animada, feliz, imperturbable. Se lo mencioné tentativamente a mi esposo de aquel entonces, Zooko, y se volvió muy serio: “Amber, no encontraba las palabras para decírtelo, pero tu humor ha mejorado dramáticamente. Desde que estamos juntos, jamás te había visto así de estable.” Fue en ese punto cuando empecé a comprender la magnitud de lo que estaba pasando.

Cuando dejé de comer alimentos de origen vegetal, mi depresión, mi desorden emocional que había estado empeorando y arruinando lo que quedaba de mi vida, se esfumó bastante repentinamente. Y quedé atónita. ¿Cómo era posible? Sí, es discutible que los granos y legumbres tienen una pésima armonía con nuestro sistema digestivo, y los almidones promueven el aumento de grasa corporal, ¿pero no que los vegetales son la epítome de lo saludable?

Tuve que volver al principio, reexaminar todas las creencias nutricionales que tenía y por qué las mantenía. Este libro es un intento por transmitir lo que he aprendido desde entonces, hace una década. Espero que sea de interés. Si ayuda a alguien aunque sea la décima parte de lo que me ayudó a mí, me daré por satisfecha.

Las dietas carnívoras no sólo han ayudado en situaciones de desórdenes emocionales. Desde que empecé he leído innumerables anécdotas de personas que también aliviaron sus enfermedades, cuyas remisiones fueron, al menos antes de que corriera la voz, completas sorpresas, al igual que la mía. Particularmente, muchas personas han encontrado remisiones totales o parciales de sus enfermedades autoinmunes o pseudo-autoinmunes, tales como la artritis, el asma, la esclerosis múltiple, la enfermedad de Lyme, entre otros, y de problemas digestivos como la enfermedad intestinal inflamatoria. No sé qué es lo que genera todo esto (aunque tengo algunas ideas), pero el hecho es innegable. Para aquellos que comemos de esta manera para resolver condiciones fisiológicas serias, la normalización del peso es sólo un efecto secundario agradable.

También me gustaría destacar a un grupo de físicos en Hungría del Centro Internacional de Intervención Médica Nutricional (ICMNI, antiguamente Paleomedicina). Han estado tratando pacientes con diversos problemas con una dieta muy parecida a la que uso: una dieta ad libitum de carne grasa, y nada más, o una cantidad limitada de algunas plantas en particular que no aparentan ser dañinas. Se está observando que esta dieta tiene altas tasas de éxito y ausencia de efectos secundarios, y le atribuyen estas cualidades, al igual que yo, a su excelente armonía con nuestros cuerpos evolutivamente adaptados.

Traducido del inglés por Martina Carradori


Notas

[1] En retrospectiva, esto fue probablemente inducido por los antidepresivos en sí. Empezó luego de un cambio de medicamentos, y era siempre mientras consumía abundante café. Según una hipótesis, los antidepresivos realmente aceleran el inicio del trastorno bipolar, y muchos desaconsejan su uso fuertemente habiendo sospechas o confirmaciones de bipolaridad.

[2] Mientras hay quienes clasifican el trastorno bipolar tipo II como más “suave” o menos serio que el tipo I, porque carece de episodios psicóticos, el riesgo de muerte por suicidio puede, de hecho, ser peor. [Vieta, Eduard, y Trisha Suppes. “Bipolar II Disorder: Arguments for and against a Distinct Diagnostic Entity.” Bipolar Disorders 10, no. 1p2 (Febrero 2008): 163–78. https://doi.org/10.1111/j.1399-5618.2007.00561.x.]


Capítulo 2: Errores de fábrica